30 de septiembre de 2008

Tormenta

Cayó un rayo frente a la ventana mientras yo miraba. La noche se hizo trizas. El aire se escondió en los balcones. Las siniestras luces desdoblaban geranios y petunias; pobres pétalos llenos de congoja, parecían los efectos secundarios de un mal viaje. Sobre ellos dirigió la lluvia su pelotón de fusilamiento. “Quiero verte sonreír”, me acordé entonces de sus palabras, esa exigencia imperativa, eso sí, cargada de buenas intenciones. Abrí la boca y se me escapó un relámpago, una milésima parte de lo que pude haber sonreído. Los geranios me miraban aterrados; tan pequeño es su mundo de balcones que cualquier hecho los desborda. La tormenta es un suceso de dimensiones catastróficas que arroja barro y hojas al vacío; tan violento es el torrente que hasta los ojos huyen de mi cara. Con los ojos rodando ladera abajo, la mirada acaba sumergida en el río. Encuentro dos de sus verbos favoritos puliendo piedras en el fondo: “quiero verte”. La lluvia sigue en su empeño vertical de acabar con todo. Hasta yo desaparezco de mi balcón y de su frase. “Quiero” es, al fin, una palabra limpia que flota en los charcos después de la tormenta.